domingo, 23 de septiembre de 2012

Los chiles tristes (Vol. 10)

La noche cosmo adquirió talla, soporte y estructura, de los pies a la cabeza, de “una pasión sufriente, muy enloquecida” que todo superviviente debe consignar como un daño menor —o una pecata minuta— ante tanto avatar que evidencia su casta de antihéroe. El Parque México no podría negarme dos horas de sueño, 15 de amanuense y el resto malgastado en tragos y corrección de espalda que aquella mulata de los caminos del sur me propinaba de buena o mala gana —difícil saberlo—, con sus cambios de humor insoportables, si no fuera por su hermosa estampa, erguida, atlética, de sangre africana, indígena y quizás algo moruna. Extraña mezcla: cabello negro abundante, largo quebrado, ojos entre orientales y moriscos, piel canela y labios finos, delineados en una bella sonrisa. Así era, ¿es?, Adriana. Tal vez los mejores o más intensos poemas le escribí a esa mujer que terminé perdiendo con gran dolor y amargura; claro, la pérdida irreparable de esos escritos inmersos en tanta pasión desmedida y conflictuada. Por eso quiero que estas líneas consignen cómo advertí la génesis de la noche cosmo, la ciudad abierta y abismal, profunda, en claro-oscuros, que sí te hace vibrar y te emociona, te estruje, te cimbra, te derriba, pero que siempre te da la mano —la más generosa— para que vuelvas a repetir tus mismos pecados..., de preferencia al lado de mujeres como aquélla... hermosa e irrepetible... loca.

 
En cierta ocasión, en una comida donde concurrían algunas de las rarezas que va acumulando la ciudad, entre músicos, pintores, actores, arte-zánganos, filósofos trasnochados, pitonisas, en todos los géneros que Dios permite —que no discrimina—, se me ocurre decirle a mi adorable aglutinadora de ese mundo tan dispar [locochón, se decía entonces], que ella me evocaba a ‘Madame Verdurin’, la célebre concitadora y patrocinadora en la aristocrática París de finales del novecientos de “En busca del tiempo perdido” [Marcel Proust], a lo que aquella fina audiencia, tan culta e ilustrada, reaccionó con disgusto creyendo que me mofaba. Por supuesto, nunca habían hojeado alguno de los tomos de la novela más importante en la historia de la literatura..., como también es considerada el “Ulises”, de James Joyce.

 
Pues ese era el micro mundo en donde un día apareció la tal Adriana, con su enigmática belleza, voz de terciopelo como toda flor de mayo, una Venus de noche que cuando se tiende (y saben a lo que me refiero) demuestra la razón para la cual fue concebida, pocas ideas, múltiples expresiones que no requieren vocalizarse, sensaciones al límite del placer de un ser que en su gestación confluyeron diversas razas, sangre, ritos, creencias, supercherías o ideologías, como usted quiera catalogarlas. Aún así, el ambiente que reinaba en esas tertulias era libre, desprejuiciado, abierto, apolítico, porque esos raros espíritus suelen estar desprovistos de confusiones que no tengan que ver con el placer, lo eterno lúdico.

 
Aunque también la fidelidad de los hechos obliga a consignar otros momentos cuando la noche cosmo asomaba aquí y allá, considerando el fiel parámetro de reencuentros con mi musa, nunca previstos, siempre deseados, las más de las veces fortuitos. Ella aún como economista formada en una Universidad neoclásica, donde la conocí, proveniente de familias europeas (española y francesa), políglota y fina en sus modales de una estricta, educada conducta conservadora (la española), tenía para mi bendición y usufructo personal el libre y fresco talante heredado del padre de ascendencia francesa; una “shulada de hombre”, tan extraña es la vida que en ocasiones incorpora tintes tele novelescos, pues nació en un poblado muy cerca de mis orígenes [siempre se sintió originario de la Santa Rosalía]... Decía, que esa educación formal, para un descendiente de la cultura sencilla, plana, desabrida, monótona que nos caracteriza en el norte del país, me cayó de perlas, porque aprendí los pequeños detalles que son imprescindibles en las actividades cotidianas de una de las más importantes urbes del mundo. Empero, lo valioso de aquella experiencia, como insinué, se dio en cierta ocasión en que un joven baladí, precario de mundo, la buscaba afanosamente y, nadie sabe para quién trabaja, aquella simple comparsa nos proporcionó a Patricia y a mí una noche de esas que son para recordar.

 
Lo primero, unos tintos en su magnífica casa que siempre le critiqué, porque para mis ojos, ya educados entonces, me parecía un museo como aquellas casonas afrancesadas del porfiriato. Era impactante, recargada de objetos, pinturas, luces, sofás, sillas y espejos, que fatigaban la vista. De su residencia, por iniciativa de este muchacho, nos internamos en los antros de la época, primero lo light en Insurgentes Sur con Valet Parking y otras comodidades. De ahí, ya entonados, iniciamos el verdadero descenso de la noche, que debo clasificarlo como una real ascensión a lo que mejor caracteriza al México que sabe y cala, arde..., Las Catacumbas, que al poco nos pareció insulso, por lo que tomamos rumbo a un lugar más denso, un antro cuyo nombre no recuerdo en la mismísima Colonia Doctores, donde siempre hay que atreverse, tener valor para saborear la especialidad chilanga: el danzón, la rumba, cumbias y salsa por todas partes, mujeres vestidas de colores inverosímiles y olores de fragancias difíciles de discernir, los ojos enrojecidos unos, con las pupilas agigantadas otros, adormecidos o afiebrados, dependiendo de sus consumos o fortaleza, pero ahí la neta era lo que podías palpar, saborear en cachondeos abiertos, sin miedo a trifulcas porque todos sabemos a qué vamos y no somos envidiosos, tampoco egoístas, menos limitados. Mi buen cuate empezaba ya a sisear y perder la forma estrictamente vertical, sería su inocente juventud, nutrición o capacidad de aguante, lo cierto es que ya en ese momento Patricia era toda mía. Desesperado, el chamaco sugiere irnos a terminar la noche, ¿cómo?, a Garibaldi, donde todo mexicano debe cumplir con ese requisito de nacionalidad proba y sin fisuras; total, ¿ya qué? Entramos al principal salón de baile con música diversa; no sólo mariachis, se supone y entiende, ya que también suena la música de tríos (por qué no) y bandas que se van turnando. Mi pobre cuate, la fiel comparsa de mi musa, empezó a caminar trastabillando entre las parejas que bailaban, todo aquello a su máximo, y de repente ya no supimos más de él cuando uno de los grupos toca la canción de moda de Los Bukis, “Tu cárcel”, y Patricia se levanta como un trompo y me conduce con sus hermosas piernas de antología casi al centro de la pista y yo ya no sé qué hacer, toda ella envuelta en mí, vibrando y absorbiéndome de tal manera que el sanitario se tuvo que transformar en sucedáneo para poder finiquitar ese baile total. Esta es una de las versiones dulces, amigables, redentoras de la noche cosmo. La noche de la Ciudad de México.

 
Podría concluir esta breve crónica apuntando que cerca de Reforma, a una cuadra del emblemático El Caballito de Sebastián, del lado de la Colonia Guerrero, afuera de un hotel de paso creí haber visto a nuestro amigo extraviado, y junto a él una muchacha flaca que sólo alcancé a escuchar que le decía: «Ni modo, “aquí nos tocó, qué le vamos a hacer...”», pero no tengo ningún derecho de inventar y menos aún, plagiándome a Carlos Fuentes en su final de novela, magistral, contundente, “La región más transparente”.

 
NOTA: Work in Progress de la novela: Los chiles tristes.


© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.
 

Algún lugar de MÉXICO, a 24 de marzo de 2011.

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