En cierta ocasión, en una comida donde concurrían algunas de las rarezas
que va acumulando la ciudad, entre músicos, pintores, actores, arte-zánganos,
filósofos trasnochados, pitonisas, en todos los géneros que Dios permite —que
no discrimina—, se me ocurre decirle a mi adorable aglutinadora de ese mundo
tan dispar [locochón, se decía entonces], que ella me evocaba a ‘Madame
Verdurin’, la célebre concitadora y patrocinadora en la aristocrática París de
finales del novecientos de “En busca del tiempo perdido” [Marcel Proust], a lo
que aquella fina audiencia, tan culta e
ilustrada, reaccionó con disgusto creyendo que me mofaba. Por supuesto,
nunca habían hojeado alguno de los tomos de la novela más importante en la
historia de la literatura..., como también es considerada el “Ulises”, de James
Joyce.
Pues ese era el micro mundo en donde un día apareció la tal Adriana, con
su enigmática belleza, voz de terciopelo como toda flor de mayo, una Venus de noche
que cuando se tiende (y saben a lo que me refiero) demuestra la razón para la
cual fue concebida, pocas ideas, múltiples expresiones que no requieren
vocalizarse, sensaciones al límite del placer de un ser que en su gestación
confluyeron diversas razas, sangre, ritos, creencias, supercherías o
ideologías, como usted quiera catalogarlas. Aún así, el ambiente que reinaba en
esas tertulias era libre, desprejuiciado, abierto, apolítico, porque esos raros
espíritus suelen estar desprovistos de confusiones que no tengan que ver con el
placer, lo eterno lúdico.
Aunque también la fidelidad de los hechos obliga a consignar otros
momentos cuando la noche cosmo
asomaba aquí y allá, considerando el fiel parámetro de reencuentros con mi musa,
nunca previstos, siempre deseados, las más de las veces fortuitos. Ella aún
como economista formada en una Universidad neoclásica, donde la conocí,
proveniente de familias europeas (española y francesa), políglota y fina en sus
modales de una estricta, educada conducta conservadora (la española), tenía
para mi bendición y usufructo personal el libre y fresco talante heredado del
padre de ascendencia francesa; una “shulada de hombre”, tan extraña es la vida
que en ocasiones incorpora tintes tele novelescos, pues nació en un poblado muy
cerca de mis orígenes [siempre se sintió originario de la Santa Rosalía]...
Decía, que esa educación formal, para un descendiente de la cultura sencilla,
plana, desabrida, monótona que nos caracteriza en el norte del país, me cayó de
perlas, porque aprendí los pequeños detalles que son imprescindibles en las actividades
cotidianas de una de las más importantes urbes del mundo. Empero, lo valioso de
aquella experiencia, como insinué, se dio en cierta ocasión en que un joven
baladí, precario de mundo, la buscaba afanosamente y, nadie sabe para quién
trabaja, aquella simple comparsa nos proporcionó a Patricia y a mí una noche de
esas que son para recordar.
Lo primero, unos tintos en su magnífica casa que siempre le critiqué,
porque para mis ojos, ya educados entonces, me parecía un museo como aquellas
casonas afrancesadas del porfiriato. Era impactante, recargada de objetos,
pinturas, luces, sofás, sillas y espejos, que fatigaban la vista. De su
residencia, por iniciativa de este muchacho, nos internamos en los antros de la
época, primero lo light en Insurgentes Sur con Valet Parking y otras
comodidades. De ahí, ya entonados, iniciamos el verdadero descenso de la noche,
que debo clasificarlo como una real ascensión a lo que mejor caracteriza al
México que sabe y cala, arde..., Las
Catacumbas, que al poco nos pareció insulso, por lo que tomamos rumbo a un
lugar más denso, un antro cuyo nombre no recuerdo en la mismísima Colonia
Doctores, donde siempre hay que atreverse, tener valor para saborear la
especialidad chilanga: el danzón, la rumba, cumbias y salsa por todas partes,
mujeres vestidas de colores inverosímiles y olores de fragancias difíciles de
discernir, los ojos enrojecidos unos, con las pupilas agigantadas otros,
adormecidos o afiebrados, dependiendo de sus consumos o fortaleza, pero ahí la
neta era lo que podías palpar, saborear en cachondeos abiertos, sin miedo a
trifulcas porque todos sabemos a qué vamos y no somos envidiosos, tampoco
egoístas, menos limitados. Mi buen cuate empezaba ya a sisear y perder la forma
estrictamente vertical, sería su inocente juventud, nutrición o capacidad de
aguante, lo cierto es que ya en ese momento Patricia era toda mía. Desesperado,
el chamaco sugiere irnos a terminar la noche, ¿cómo?, a Garibaldi, donde todo
mexicano debe cumplir con ese requisito de nacionalidad proba y sin fisuras;
total, ¿ya qué? Entramos al principal salón de baile con música diversa; no
sólo mariachis, se supone y entiende, ya que también suena la música de tríos (por
qué no) y bandas que se van turnando. Mi pobre cuate, la fiel comparsa de mi
musa, empezó a caminar trastabillando entre las parejas que bailaban, todo
aquello a su máximo, y de repente ya no supimos más de él cuando uno de los
grupos toca la canción de moda de Los Bukis, “Tu cárcel”, y Patricia se levanta
como un trompo y me conduce con sus hermosas piernas de antología casi al
centro de la pista y yo ya no sé qué hacer, toda ella envuelta en mí, vibrando
y absorbiéndome de tal manera que el sanitario se tuvo que transformar en sucedáneo
para poder finiquitar ese baile total. Esta es una de las versiones dulces,
amigables, redentoras de la noche cosmo. La
noche de la Ciudad de México.
Podría concluir esta breve crónica apuntando que cerca de Reforma, a una
cuadra del emblemático El Caballito
de Sebastián, del lado de la Colonia Guerrero, afuera de un hotel de paso creí
haber visto a nuestro amigo extraviado, y junto a él una muchacha flaca que
sólo alcancé a escuchar que le decía: «Ni modo, “aquí nos tocó, qué le vamos a
hacer...”», pero no tengo ningún derecho de inventar y menos aún, plagiándome a
Carlos Fuentes en su final de novela, magistral, contundente, “La región más
transparente”.
NOTA: Work in Progress de la novela: Los
chiles tristes.
© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.
Algún
lugar de MÉXICO, a 24 de marzo de 2011.
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