sábado, 16 de abril de 2011

Los chiles tristes (Vol. 24)

Vida y novela alrededor de la novela: la recreación de la realidad que la novela permite, así deben entenderse particularmente estos chiles tristes salpicados de “experiencias intensas o alucinadas”, según me ha vuelto a ‘enderezar’ mi chiquilla, única lectora fiel que me ha acompañado a lo largo de esta experiencia sinuosa, a decir en sus ojos tiernos y graves [primero graves], una expresión ad hoc que no deja dudas al señalar la soberbia de un narrador y (simultáneamente) su generosa complacencia nacida de una sincera amistad que de este modo extraño —he dicho tierno— me motiva. De ahí mi humilde agradecimiento por tan halagadoras atenciones: un único lector de carne y hueso que tenga [más aún si es una bella e inteligente mujer], vale seguir en la brega...

Y ya que tocamos el tema de las alucinaciones, cómo olvidar a ese personaje histórico novelesco que anduvo a salto de mata, salvando su pellejo, escapando a la muerte, glorificando su pensamiento revolucionario en los hechos, un ‘caracter’ que ni mejor pintado luce para una película de suspenso, un thriller que anda en busca de un director mexicano que lo  filme, que por derecho nos pertenece y si no, pues que sea un gringo y nos dejamos de pretensiones, y para esa misión no hay otro mejor que John Houston..., pero ya murió; entonces nos queda Ridley Scott o Francis Ford Coppola pero quizá no se interesen en una trama histórica mexicana..., pues entonces esperemos tras una convocatoria para ver quién nos hace el favor de llevar a la pantalla grande las peripecias de Fray Servando Teresa de Mier, que ya lo dije es toda una alucinación [más bien lo escribió Reynaldo Arenas en su “Un mundo alucinante”].

En tanto se cumple este presuntuoso deseo, voy a tener que referirme, así sea de manera velada, a una mujer que sólo mis amigos identificarán y por ende coincidirán conmigo en la decencia —tan difícil y lejana— de las frases que ocupe en este otro pasaje “alucinante” [ya se me pegó] que me tocó más que vivir, saborear y experimentar, todo en un mismo kit, tras la lectura, primero, el encuentro con el amigo idóneo, segundo, y el momento propicio —¡basta!—, aquél lapso que el poeta narrador redescubrió en parajes, jardines, cantinas y barrancos, y en un famoso hotel cuyo dueño fue ni más ni menos que Don Manuel Suárez y Suárez, gira y gira el mundo interno de ‘el hombre en estado etílico permanente’, una gracia que a muy pocos se les ha concedido para construir la complejidad de la vida en su mente [ya no voy a decir alucinante], semejante a la profundidad que manufacturó años antes William Faulkner en “El sonido y la furia”, a diferencia de que en esta novela es un retrasado mental [¿cómo se dice ahora para no herir susceptibilidades?] y en la que hoy nos preocupa y que por diversas razones que más adelante presenciarán, fue un hombre de ultramar [y ultramarinos], inteligente y de cultura cosmopolita que tomó México [se lo bebió completo] como tantos otros lo han hecho por el placer de una sabrosa cerveza oscura mexicana, nuestros mágicos tequila y mezcal, el entorno surrealista y el trópico de las montañas que únicamente se aprecia en estas latitudes del mundo.

Todo inició un día –Once upon a time—rodeado de jóvenes tecnócratas en Palacio Nacional, compañeros hacendarios que no entendían cómo uno semejante a ellos dispusiera de un búnker y una secretaria y en su oficina sólo libros y libros se apilaban, y este privilegiado asomaba su humanidad exclusivamente para dirigirse al sanitario o para dejar la oficina al terminar ‘sus labores’. Al día siguiente lo mismo: rutina de autista [ya lo mencioné en ocasión de Frisco], otros libros llegaban y él a lo sumo abría la puerta de ese sitio inexpugnable para solicitar un café con un toque de canela..., hasta que un día uno de ellos ya no soportó y le pidió explicaciones. En realidad no fue así: abrió la Caja de Pandora con un truco infalible: habló de pintura, de los impresionistas, expresionistas, puntillismo, los españoles, los clásicos, mexicanos vanguardistas, algún gringo, el cubismo y tantos ismos que nos llenan las pupilas de placer. Dije: “¡Ay güey! Este no es del montón.” Y así surgió una productiva amistad, pero antes tuvo que demostrar que podía platicar con este (o séase yo) “pretencioso y arrogante” tipo:

« ¿En verdad estás interesado en leer?» ¡Sopas! «Aquí te va esta lista y veamos qué puedes hacer: “Absalón, Absalón”, “Dejemos hablar al viento”, “Ulises” y “Bajo el Volcán”», entre otras, siendo la primera y la última los exámenes cruciales por la complejidad de la textura de estas obras inmortales [por supuesto, Ulises y En busca del tiempo perdido requerirían de mayor tiempo para efectuar la evaluación y, en su defecto, la acreditación a mis consideraciones mamilas]. En dos-tres días Llámenme Mike ofreció las primeras evidencias de su capacidad de lectura, cuando me analizó de manera convincente la epopeya de Malcolm Lowry [“Bajo el Volcán”]; y como ésta fue su primera experiencia con el mundo superior de la percepción literaria, marcó la ruta sempiterna de los viajes a Quaunáhuac. Geoffrey Firmin, el ex cónsul británico, sería nuestro compañero que jamás se despegaría en nuestras travesías al fondo del volcán; más bien a aquellas “horas de trabajo” con Stolishnaya, vino tino y queso menonita, jamón serrano, bohemias, nuestras mujeres [más bien compañeras de vida] y otra pareja de amigos que nos hacían fiel comparsa: no hablaban.

Como ‘estamos’ reposicionando esa palabra, no me privaré de reconocer que todo procedía en el ex cónsul de su complejidad alucinante, de la degradación por el alcohol, y esto por sus culpas expresadas en símbolos acuciantes..., a lo que llevaba a más alcohol y pensamientos premonitorios, justo una noche de Todos los Santos. Esa noche también es noche de gala en el Hotel Casino de la Selva [donde Siqueiros debió haber pintado unos murales, pero cayó preso por sus actividades subversivas]. Esa noche es el principio del final que preludian las señales: el inevitable derrotero que tendrá que cumplir, y a partir de ese momento los pasos hacia el abismo. Por eso en cada viaje que realizábamos a la Ciudad de la Eterna Primavera debíamos cumplir un rito en honor de Lowry-Firmin que incluía asomarnos al Hotel Casino de la Selva, leer los avisos municipales que tienen décadas de señalar: “¿Le gusta este jardín que es suyo? ¡Evite que sus hijos lo destruyan!”, el nombre de la cantina “Todos contentos y yo también”, y fundamentalmente amanecer despiertos platicando de arte, cine y literatura luego de tomarnos dos o tres botellas de ese vodka (sólo esa marca) y varios litros de cerveza, esto último no recuerdo si a la usanza onettiana o malcolmlowrina, nuestros héroes por sus grandes proezas en el uso de la pluma y el alcohol.

¡Salud!

Para que ese ritual hubiese sido un poco más apegado a la tragedia del mismo Lowry (murió de un infarto etílico), debíamos haber tomado tequila y sobre todo mezcal, pero en aquella época, jóvenes aún, no éramos tan disipados, al menos él.



NOTA: Work in Progress de la novela: Los chiles tristes.
© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.

Algún lugar de MÉXICO, a 16 de abril de 2011.

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