viernes, 15 de abril de 2011

Los chiles tristes (Vol. 23)

El amigo José Inés una tarde menos esperada aparece en aquella aula preparatoriana, todo desconcertado, su mirada extraviada, en un pueblo que no le dice nada en lo absoluto, tras aquellas andanzas europeas, aquellos vinos privilegiados de tan delicado e intenso sabor, esos paisajes de película, sus castillos, monumentos y calles peatonales de los Países Bajos. ¿Qué le espera al nieto José Inés, en medio del desierto, con dos ríos, uno seco, y una campiña, lo más atractivo que puede ofrecerle ese lugar tan apacible y monótono?

Enseñoreado desde Mata Redonda, Chinampa y Amatlán, Cosacamixtle, Potreo y Cerro Azul... a España y de ahí a Holanda..., su abuelo prócer restaurantero de aquel Tampico Hermoso y esa espléndida Ciudad de México, fama internacional bien ganada, lo había imaginado como el custodio de esa herencia culinaria de los famosos restaurantes Loredo, El Caballo Bayo y tantos más que llenaron de gloria y honores a aquella estirpe, porque quién no ha saboreado la sabrosísima “Carne Asada a la Tampiqueña”, “La Jaiba Rellena a la Tampiqueña y “La Sopa de Mariscos”.

Tendrá acaso 18 años y un porvenir roto, desquebrajado, casi arruinado por sentirse emocionalmente distinto a cualquier adolescente entrando a la primera madurez de la vida, cuya existencia no se parece en absoluto a la de esos sus condiscípulos, perplejos ante tal maravilla de personaje. Dudo que alguien de nosotros lo hubiese entendido, calibrado, percibido, pues la otredad no camina por esos senderos tan sencillos. Tal vez, el maestro y decano camarguense, José Pablo, logró inferir algo de su naturaleza volcánica bullendo siempre, sin permitirse que se le escapara un poco de esa hirviente intensidad que terminó explotando. Sólo tuvo dos amigos, uno y otro con peculiaridades también extrañas para esas latitudes tan planas, tan evidentes, pero incomparables con ese joven caído del trópico con escala en el mundo mágico y perturbado de Van Gogh.  Raúl, afín al que relata porque compartimos el sueño de convertirnos en físico-matemáticos, él más inclinado a la ciencia de Newton, Heisenberg y Einstein y yo indistinto en mis búsquedas..., aunque a ambos nos gusta la poesía pero él ya le ha escrito muchos poemas a su novia Virginia. Otro personaje extraño se une en esas disquisiciones, un tal Ernesto, artista y filósofo, y así los cuatro conformamos un raro equipo, por llamarlo de alguna manera, donde lo que importa es interpretar lo que está adentro y alrededor de nuestra vida. Poca cosa, pues bien a bien no sabemos nada.

Esta evocación viene a cuento por dos o más motivos concatenados, que en reciente plática con Héctor, compañero de la greña larga y hoy brillante doctor con altas responsabilidades en la nueva administración chihuahuense, salió a flote aquel disímbolo compañero que un día nos cayó del cielo, casi podríamos decir, deportado de Europa y ahora bajo la protección y salvaguarda de un tío de la industria petrolera asentada en La Santa Rosalía. En esa comida que ha preservado la decencia del Septentrión, el doctor me ‘auspiciaba’ a retribuirle su hospitalidad con alguna de las anécdotas de nuestra adolescencia, y qué mejor que referirme a José Inés y Raúl, y de paso a Ernesto, porque lo vivido entonces difícil otro grupo de estudiantes haya compartido esas conversaciones tan emocionales y al mismo tiempo tan reflexivas a las que el torbellino en convulsión permanente nos empujaba aquel muchacho de rasgos negroides, árabes e indígena, en esa escala de intensidad de sus raíces genéticas. Recibía cada día de mes sin excepción un cheque que le enviaba su madre y sin excepción lo devolvía. Desconozco a la fecha cuál fue la razón para rechazar inequívocamente esos apoyos que seguro había heredado de su padre ya fallecido. Él tenía segura una cantidad saludable, tangible, de la paga que Pemex le entregaba semanalmente. En verdad, el dinero no lo necesitaba, o tal vez sí un poco para convidarnos unas buenas tandas de cerveza y viajes a la Colina o a Los Filtros. Raúl también gozaba de una mesada saludable, por lo que el dinero no era excusa para dejar pasar un buen rato de vez en cuando. Beber disipadamente no estaba todavía entre mis preferencias lúdicas o como después le llamé mi agradable decadencia.

Dije historias concatenadas, porque Don José Inés Loredo, quien además de su alta aportación a la reconocida y mundialmente famosa comida mexicana [también fue presidente Municipal de su natal Tampico], tuvo una fecunda sociedad con Don Manuel Suárez y Suárez con quien estableció el histórico restaurante “Tampico Club” en la Ciudad de México y al parecer también cierto grado de asociación con este formidable asturiano que hizo de nuestro país su segunda patria, en la edificación del actual World Trade Center [antes Hotel de México], sitio en que Don Manuel dio ‘hospicio’ al Polyforum Cultural Siqueiros, sí a nuestro ilustre camarguense de tantas batallas en el mundo del arte y las ideologías. Muchos años después de haber tenido la ‘fortuna’ de tratar a mi entrañable amigo José Inés en Camargo y luego en Tampico (incluso lo llegué a frecuentar en la City], en la Colonia Obrera me encontré con uno de los transterrados españoles que Don Manuel Suárez cobijó en México [Don Rafael], y a quien ya mencioné en dos ocasiones, la segunda refiriéndome a este querido asturiano que arribó a México en uno de esos barcos que zarparon desde España para salvarle la vida, y que fueron conocidos como los “Niños de Morelia”, porque Lázaro Cárdenas los hospedó, como ya había anotado, en esa “Ciudad de Argamasa y Piedra”,  Patrimonio Histórico de la Humanidad.

La última vez que vi a José Inés fue en una Semana Santa hace exactamente 35 años, en el pletórico Tampico, formidables vacaciones que disfruté con mi amigo en su casa y con su familia, ocasión que tuve la ‘suerte’ de platicar largas horas en tertulias interminables con aquellos descendientes de una dinastía que tengo entendido ha vuelto a florecer, sobre todo en mi Ciudad de México (así la siento), ya que han recuperado su presencia necesaria —esencial— en la actividad que demuestra una de las mayores virtudes del mexicano, sobre todo aquellos originarios de Meso América, la rica, versátil, diversa, artística, creativa y fundamentalmente sabrosa comida mexicana. ¡Brindo por eso! Y por José Inés, donde quera que te encuentres, amigo fraterno.



NOTA: Work in Progress de la novela: Los chiles tristes.
© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.

Algún lugar de MÉXICO, a 15 de abril de 2011.

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