La literatura y el mal, frase que proviene del título de un libro de ensayo literario, me sirve de pretexto para ‘tantear’ la dimensión perturbada del artista cuando siente que fracasó en la única actividad esencial de su vida, alcanzar el virtuosismo del sueño que practica. Sin eso su vida no tiene sentido, y en consecuencia debe terminarla. Para ilustrar con mayor detalle esta decisión extrema, debiera agregar unas líneas que Thomas Bernhard nos da al comienzo de su novela [“El malogrado”]: «También Glenn Gould, nuestro amigo y el más importante virtuoso del piano de este siglo, llegó solo a los cincuenta y un años, pensé al entrar en el mesón. Sólo que él no se mató como Wertheimer sino que, como suele decirse, murió de muerte natural…» Los hechos ocurren en Salzburgo, una ciudad a la cual Bernhard califica como un lugar ideal para claudicar, de tan hermosa, densa de vacío, triste, lluviosa y gris que es esta ciudad museo, a los ojos de este escritor nihilista.
Corrijo el lugar de los hechos..., el Mozarteum, conservatorio por excelencia donde acaecen el milagro de la interpretación de las Variaciones Golberg de J. S. Bach, a cargo del virtuoso Gould, y el precedido derrumbe del malogrado Wertheimer. Éste no podrá jamás superar la más dura impresión de su vida cuando, luego de tiempo de dedicación, disciplina, sacrificios y entrega escucha en uno de los reservados a alguien interpretando de manera genial, sin aparente dificultad esa obra maestra de Bach. En ese preciso momento intuye que su vida ya no tiene sentido. Tiempo después, en su casa destruirá la joya de piano que posee, se sienta a interpretarla en el más desafinado que logra conseguir y luego se suicida. También Bernhard en diferentes momentos de su vida intentó suicidarse, pero esa es otra historia que hoy no nos ocupa.
Por supuesto, escuchar las Variaciones Goldberg es una de las exquisiteces que nadie en el mundo debiera perderse, aún menos en la interpretación del mayor pianista a los oídos de Bernhard y conocedores en el mundo de la música clásica. Fue tanta la amistad de éste con Thomas que siempre le hacía llegar los discos cuya edición él mismo supervisaba en cualquier estudio donde eran grabados. Como un apunte al calce, ustedes pudieron haber saboreado algunos pasajes de esta hermosa pieza que tiene una duración aproximada de una hora, en diferentes películas, dos bastante ilustradoras del concepto de profundidad y belleza acompañando no lo sublime, lo más terrible que entraña crímenes que se cometen y los acordes del piano durante esos momentos del famoso personaje Anibal Lecter, interpretado por el tampoco menos genial Anthony Hopkins.
El mismo Bernhard aceptó de antemano su desventaja ante Gould, pero Wertheimer se negó a lo irremediable, y esa fue la razón por la cual tendría que suicidarse, como lo desliza Bernhard en El malogrado: «...sin embargo, años después de haber regalado yo mi Steinway, había tocado el piano (él, Wertheimer) porque siguió creyendo durante años que podía convertirse en virtuoso del piano. Por lo demás, tocaba mil veces mejor que la mayoría de nuestros virtuosos... que se presentan en público, pero en definitiva no le había satisfecho ser, en el mejor de los casos, un virtuoso del piano como todos los demás de Europa, y dejó de tocar y entró en las ciencias del espíritu. Yo mismo, según creo, había tocado mejor aún que Wertheimer, pero no hubiera podido tocar jamás como Glenn y, por esa razón (es decir, ¡por la misma razón que Wertheimer!) renuncié en un momento a tocar el piano. Hubiera tenido que tocar mejor que Glenn, pero eso no era posible, quedaba excluido, y por consiguiente renuncié en un momento a tocar el piano.»
Dándome también licencia de ‘tantear’ experiencias asociadas al disfrute del arte y el amor, reciclo el sentido del desencuentro en momentos de la vida que tal vez no alcancen la naturaleza universal que un hecho personal, muy particular, pueda conferir, pero arriesgaré un posible paralelismo, mínimo así sea, de ese cuasi derrumbe al que puede llevar un desencuentro, no con el arte, no dentro del arte, tampoco asociado al arte, pero cuya esencia —decía— acaricia sensaciones de naturaleza semejante. No hace poco la chiquilla intentaba exponerme su apreciación de lo que había sido nuestra experiencia, señalándome: «Creo que este fue un amor, más que no resuelto, mal logrado», a lo que le respondí: «Ya verás los alcances tremendos de un malogrado, cuando muy pronto me remita a una de las obras más impresionantes que he leído [te avisaré para que lo leas]...» El abismo entre uno y otro suceso es tan profundo como lo son la vida y la muerte: aquél que decidió dar por concluida su vida, pues no tenía razón de preservarla dado su fracaso como artista de rango universal, inútil..., comparado con un evento que transcurrió en la adolescencia sin pena ni gloria. Quizá lo único que puede concatenarlos es que este personaje de la vida real tuvo la suerte de vivir con intensidad esas obras maestras [arte literario y arte musical] emparentadas por la obra también universal de J. S. Bach, y padecer en una medida intrascendente un amor no resuelto en su adolescencia. Aunque también puede ser probable que el tamaño del dolor que cada uno de esos personajes [de El malogrado; y aquellos que no resolvieron un amor casi de la infancia] detenten una magnitud que aún no aquilato, duda que no sólo éste que narra debiera contestar...
NOTA: Work in Progress de la novela: Los chiles tristes.
© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.
Algún lugar de MÉXICO, a 6 de abril de 2011.
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