Viajes a través del arte con un poco de frescura irresponsable y atrevimiento procaz (sic.), todo para contradecir al poeta de México de que es la velocidad la que adquiere el valor de ficción máxima, a contrapelo de su juiciosa aseveración..., la poesía. Es sólo cuestión de palabras que caben en significado por igual si escuchamos la mejor expresión de letras en movimiento —valga mi simpleza— de Nicolás Gogol en su “Corre troika. Vuela troika” o en “el galope triunfal de los berrendos” de Manuel José Othón. Estaremos en ‘Paz’ y de acuerdo, y que el mundo erudito me castigue por ‘blasfemar’ de uno de mis referentes fundamentales, siempre que tengamos suficiente espíritu aventurero y me sean perdonadas estas sandeces, pero de raíz está mi certidumbre que, acomodada con frases, disimulo que algo tengo de razón, sólo para aquéllos que pueden seguir disquisiciones sin extraviarse, como solía antaño conversar con mi amigo Ernesto, agudo en entendimiento, avezado en búsquedas inexistentes, aislado de los lugares comunes. Todo lo anterior, decía, para reseñar uno más de mis periplos y que, si sigo aún anclado en el Septentrión, sirva para sacudir un poco..., no se me atrofien batos, escápense de vez en cuando al mundo que les ha sido ajeno, y en acto heroico despierten donde jamás habían soñado. Amén [O como dice mi amigo Pepe: ¡Shumm!].
Me gusta acordarme de las frases que me atañen, y ésta me la sirvió anodinamente mi chiquilla chihuahuense, de que no me desea suerte pues me ha sobrado, a lo cual aplaudo esta falta de cordialidad, por no decirlo de otra forma, pero tiene razón, norteña al fin [¿Se acuerdan cuando éramos francotes?], ya que desde Los Chimalapas al recorrido transpeninsular de la Baja California, pasando por las selvas, bosques y litoral chiapanecos, tal vez mi mejor viaje ha sido ‘navegar’ isla tras isla a mil kilómetros del Ecuador en una maravilla de la naturaleza que Charles Darwin estudió, un obsequio ocasionado por mi fortuna [no viene al caso referir los prolegómenos] y que sumó oootras satisfacciones —ya cayó el veinte—, una de las cuales me la recetó una rubicunda dama, algo frondosa... no exageradamente, sí apetitosa, y que a lo largo de las travesías que iniciaban a las 5 de la mañana y concluían ya de noche, me perseguía sin suerte alguna [para que vean que no todos nacimos con estrella] y sólo se conformaba propalando con voz en susurro: “Luchiiitoo”. Qué diantre mujer, si hoy la viera [como era hace tiempo], quizá correspondería a su inconmensurable deferencia, más sin embargo [híjole, me salió frase sureña] eran otras, dos hermanas quienes merecieron mi atención y proclividad, más una tenía que ceder y la otra cedió (se dio) en toda la extensión de la palabra ecuatoriana, en toda la magnificencia de albatros, flamingos, gavilanes, delfines, ballenas, iguanas, leones marinos, pingüinos [sí, leyó usted bien, en pleno Ecuador], etc., etc., y por supuesto las milenarias tortugas gigantes cuyo nombre originó ese nombre de Galápagos, fauna y flora únicas en el mundo estudiadas por ese científico que demostró su teoría de la evolución de las especies. Imagínese usted, qué agasajo con esas exóticas, singulares —por ser únicas— expresiones de vida que se asientan en más de 15 islas que conforma ese archipiélago, y archí-sabroso por tanta mujer de piernas saludables y contornos hipnóticos. Entonces, ¿tengo o no tengo razón? [¿De qué estás hablando, Willis?], sobre este absurdo debate de qué es mayor ficción: la poesía o la velocidad. Finalmente, si pierdo gano y si gano gano, de todas todas gano. Soy cuasi-chilango.
Una noche en la Isla Santa Cruz donde estaba instalada la base de navegación, el centro de operaciones por así decirlo, del que cada madrugada partíamos a una nueva aventura —y que el capitán nos otorgó ‘plenos’ poderes al nombrarnos a todos, uno por uno, subcomandantes [aún no aparecía Marcos; al parecer de aquí se plagió la idea]—, caminando del muelle al pueblo vimos gente sentada afuera de una casa y, qué creen que estaban viendo en la tele: una película mexicana de La Época de Oro, lo cual me llenó de orgullo que nuestras artes llegaran a esos confines del mundo. Ahora bien, para los chovinistas de corazón, repulsivos como, ¿quién le diré?, me veo obligado a confesar que cuando firmé el libro de visitantes, no vi nadie de mi rumbo de origen, lo cual habla mal de mí por andar de chismoso desnudando la falta de espíritu andariego que nos caracteriza. Mea culpa [Cabrera Infante decía: “Mea Cuba” y Heberto Padilla lo secundaba: “¡A ese tipo, despídanlo!” y Reynaldo Arenas remataba: “...para que el ilustre extranjero... lance al fondo el delicioso terrón... y beba”, sólo que ellos eran cubanos (nueva digresión...)].
No recuerdo sus nombres, sí mis evocaciones sustentados en fotografías en donde me solazo rodeado de esos manjares, las más provenientes de las costas sudamericanas, Colombia, Perú y Ecuador, bendecido por la hermana de tez blanca que decidió apostar por sangre azteca; la otra, encabritada, luego en berrinche abierto y más tarde con algunas copas de más, llorando por mi atrevimiento, es lo que decía, morena de Guayaquil, suculenta, perdida y desdichada, más recordemos que el que arriesga puede perder pero si gana su triunfo será recompensado con creces, y así esa noche una de ellas compartió algo más que el amplio, abierto espectáculo lunar del encanto de Galápagos.
Por eso, para que no se me entuman, les dejé eso...
NOTA: Work in Progress de la novela: Los chiles tristes.
© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.
Algún lugar de MÉXICO, a 9 de abril de 2011.
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