Te habías convertido en recuerdo tiempo antes de este recuento de los años. Igual pasaron décadas tras las cuales atravesé multitudes de hechos que también quedaron marcados como estigmas. Hubo algunos que me acompañaron desde mi origen, sembraron mayor distancia y urdieron alzas, y hoy los veo en mis descensos y en recuperado aliento. Ya eras recuerdo antes de mi partida cuando te vi en otros ojos, distinta piel, tonalidad de voz, pero aquella chiquilla traviesa, adolescente, me decía adiós en mis partidas rumbo al tiempo. Antes de eso, incluso ya eras recuerdo y te soñaba.
Tras muchos viajes, caminos que a veces llevaban a... y otras tantas parecía perdido, estaba aquel recuerdo que bien a bien desconocía textura, dimensiones, especificidades medias, pero sí sabía con certidumbre, más que fiel —genuina—, que me veías desde lejos de igual manera como te solía observar en mis periplos o estancias bajo sospechosa quietud, incierta. La puerta estaba siempre abierta para enderezar —eso creía— mis pasos atrabancados, a velocidades que podrían no merecer respeto y hacia lugares aún menos indicados. En cada viaje buscaba y más me extraviaba: no le hacía caso a mi recuerdo, porque detrás quedaban tristezas nada evocadoras que fueron instigadas desde un inmenso paisaje agreste al que llamé vastedad y que los años transformaron en una noche intensa, llena de impresiones locas, desmesura cuyo único y alcanzable designio supuse del tamaño mayor a ese territorio donde perdí mis sueños: fue calificada como infinita, inasible..., sí, de tamaño cosmo. Seguí mis pasos, y siempre el retorno a la urbe donde encontraba refugio seguro para preservar mis sueños, casi inadvertidos para mí, si no fuera por el poema que de cualquier forma me decía dónde estaba, qué hacía y lo más terrible, qué me faltaba para completarme en el tiempo que había perdido desde aquel abismo de Santiago donde vi derrumbarse mis primeros y por tanto más importantes sueños.
Un día sucedió lo que sólo en cuentos de niños se relata, cuando más despierto estaba, sonámbulo perfecto, avistando confines y senderos que resolvieran el inútil ralentí de estas tierras donde es el reino de la lentitud y la prudencia, rebeldía ausente y coraje claudicado, a poco mampostería de personajes donde el arte es tan ajeno como el pensamiento y las ideas que nutren la actitud perturbada.
Estaba en esas, absorto como hace varias décadas, limpio de todo vestigio de un ayer. Más sólo era apariencia; sí despierto, pero también lleno de pasajes de mi antiguo origen insepulto, no a flor de piel para un agudo observador. Pues quién podría sospechar de tanto agitado “dormir siglos de piedra” que un día la erupción quebraría la supuesta ausencia de recuerdos, y éstos saltarían en miles desparramados, agitándose y exigiendo la atención que les negara tras un trauma que nació del silencio abismal y la quietud de minutos que se convirtieron en años lapidarios.
Estaba zarpando de nuevo a la distancia cuando en un viaje nimio, de esos que se dicen en minutos y evaporan en segundos, los vuelcos trastocaron la historia de aquel pueblo que creí fantasma, desvanecido, ya sin perfiles nítidos, ausente en lo más hundido del devenir que jamás existió..., así creía, así rezaba mi expresión, así le dedicaba algún insignificante espacio en estas letras que no le merecían mayores deferencias. Era gastar pólvora, velas, TIEMPO, para quedar igual de vacío e inerte.
Como un adagio o, mejor aún, como una frase al revés donde sólo las desventajas parecen tener ventaja, emergió una especie de luz desdibujada, incierta, descolorida, amorfa en un lugar lleno de encanto, verdor, abundante en sabores, luminoso y fresco, aromático en vida y pleno en salud, con una mágica entrega de recuerdos que ya no quería escuchar, pero se hicieron audibles cada vez más y a cada instante de las horas de una noche primera y una claridad de mañana envolvente que debí admitir que el tiempo merece otra oportunidad, y ese día decidí buscar el recuerdo perdido de una mocedad que a gritos, en cada viaje y poema me decía: existo, estoy aquí, no me he ido; debajo y en lo más profundo de tus malos momentos está tu verdad aprisionada por los años que decidiste cubrir de piedra y lodo, gruesas capas de indiferencia que no impidieron se hicieran patente, y la prueba está que me encuentro a unos pasos de ti, te sigo, incluso te he traído para que, primero, me sientas, me des luego unas palabras, me invites por fin a ese lugar donde te escondes desde niño y me entregues tu esencia de hombre..., casi me lo dijo, casi lo escuché, pero sí lo viví..., y recuperé el mejor de mis recuerdos, el único que vale en la historia que pueda ser contada.
NOTA: Work in Progress de la novela: Los chiles tristes.
© Chihuahua-México: Eje del S. XXI.
Algún lugar de MÉXICO, a 6 de junio de 2011.